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“El día que gané la medalla de oro en Atlanta”

Jefferson Pérez se muere de vergüenza cuando va en retrospectiva y se acuerda que después de ganar la medalla de oro en las Olimpiadas Atlanta 1996 dejó de ser Jefferson Pérez.

“Sé que después de ese día ofendí a mucha gente con mis actitudes y pido perdón”, dice con mirada penetrante y con un dejo de congoja.

Él es tan honesto consigo mismo, y también con el país y con la ciudad, que cuando fuimos a visitarlo para conversar sobre los 20 años de la gesta olímpica del 26 de julio de 1996, un día como hoy hace 20 años, una de las primeras cosas que hizo fue reconocer que tras convertirse en el único medallista olímpico ecuatoriano perdió la humildad. “No estaba preparado para vivir lo que viví después de ese día… Lo siento”.

 

Después de esa mañana en el estadio Olímpico Centenario, Jefferson sintió algo así como un sismo interior, una implosión que removió hasta sus fibras más íntimas.

 

Él se esmera en explicar que antes de las Olimpiadas su vida era tan simple como salir a la calle, tomar un helado en el parque y mirar a la gente pasar. Todo era tan normal y tan sencillo que días antes de viajar, mientras se entrenaba en Guayaquil, se movilizaba en bus y tomaba yogur con pan en la tienda del barrio. Pero días después de ceñirse la medalla de oro todo cambió abruptamente: regresó, se bajó del avión y se encontró con miles de personas esperándolo y con un cerco de seguridad de aquellos que solo se montan para resguardar a los presidentes o a las estrellas de rock.

 

Eso era algo que le estaba  pasando, sin aviso, a un chico de 23 años de clase media que muy poco estaba acostumbrado a vítores, lisonjas y adulaciones, y menos aún así: en proporciones insospechadas. “No entendía nada, no sabía lo que me estaba pasando. Yo fui a Atlanta a buscar paz, y regresé con una medalla. Lastimé a mucha gente”.

 

Es como si toda la sencillez que lo definía –y que hoy, otra vez, también lo define-  se hubiera fugado por sus poros junto al mismo sudor con el que derrotó al ruso Ilia Markov y al mexicano Bernardo Segura tras un crono de 1h 20m 07s y pasara a integrar el grupo de los personajes de alta entidad del deporte mundial.

 

El cuencano Jefferson Pérez es un personaje de alta entidad, nada menos que el único ser humano nacido en este país que ha sido capaz de ganar una medalla de oro olímpica y otra de plata en Beijing 2008. Por eso llamó la atención que la mañana que nos sentamos con él en la sala de sesiones de su oficina a más de evocar con profunda alegría el pasaje más portentoso del deporte ecuatoriano, él se haya tomado un buen tiempo para reconocer con humildad que no supo manejar la fama y se portó mal con mucha gente.

 

Pero eso ya pasó y al cabo de estos años lo que queda es lo bueno, lo mejor: el fuego que emerge de la memoria al recordar la mañana del 26 de julio cuando Cuenca y Ecuador estaban abocados al televisor rezando para que el chico ec uatoriano con el número 1326 en el pecho aguante un poco más y termine de superar al ruso y al mexicano y quiebre por fin el estigma nacional de jamás haber ganado una medalla olímpica.

 

Fueron minutos inolvidables: el conocido relator guayaquileño que dirigía la transmisión llorando desbordado; la aguda agitación de Pérez en los metros finales y su alma a punto de desprenderse de sí; Pérez cruzando la línea de meta y derrumbado en los brazos de la asistente de logística; Pérez liderando el pedestal por encima de los poderosos equipos ruso y mexicano; la Bandera de Ecuador ondeando entre los vientos del estadio Olímpico, el Himno de Ecuador sonando… Cuenca llorando…

 

Lo que vino después, ya sabemos: el Jefferson que perdió la humildad y la recuperó; el Jefferson bicampeón mundial y amo y señor de los 20 kilómetros marcha en cualquier pista y confín de la Tierra por más de una década; el Jefferson ingeniero comercial y maestro en administración de empresas; el Jefferson empresario; el Jefferson buen ciudadano que se equivoca, reconoce sus errores y se disculpa con su comunidad.

 

Por todo eso es justo y necesario que él mismo cuente lo que pasó ese día, desde su propia mirada y perspectiva, y componga desde sus adentros una panorámica de lo sucedido. Así no pasará lo de siempre: que le den contando su historia, su propia historia. En esta ocasión el mismo Jefferson da su versión del iluminado día en que un cuencano acabó con una árida y triste serie de participaciones del equipo ecuatoriano en las Olimpiadas y Ecuador se sumó a la lista de países que han ganado alguna vez en sus vidas una medalla de oro. (ARO)

¿Qué pasó ese día, Jefferson?, ¿solo queremos que nos cuente, de la manera más simple, cómo hizo para ganar la medalla de oro en Atlanta?

 

“Ese día me desperté como a las cuatro de la mañana y lo primero que hice fue orar, porque tengo la costumbre de hacerlo al amanecer. Luego de rezar me levanté de la cama, fui a la ventana, corrí la cortina y cuando vi que el cielo estaba un poquito nublado, me dije que era un día perfecto para ganar una medalla olímpica, pues seguramente más tarde no haría tanto calor durante la competencia. Me acuerdo que no había nervios descontrolados porque habíamos entrenado psicológicamente para generar pensamientos adecuados. Mis compañeros estaban durmiendo todavía, menos Enrique Peña, mi entrenador, que ya había salido de la habitación que compartíamos en la Villa Olímpica.

 

Yo seguía muy tranquilo, me fui a la ducha y busqué el agua más fría que pude porque así me mantendría con la temperatura un poco más baja. Me asomé de nuevo a la ventana y el cielo seguía nublado. Había una temperatura de 28 a 30 grados… súper bien, porque nosotros habíamos entrenado para competir con unos 35 grados.

 

No recuerdo bien qué pensaba en la ducha, pero seguramente pensaba en el agua, en mi piel, en mi cuerpo, porque era muy disciplinado y procuraba no pensar más que en mí.

 

Me puse el uniforme blanco con azul, el de la premiación, y fui a desayunar. Debí haber comido té, pan, mantequilla y fruta. Estaba sereno, como siempre… Le comenté al Enrique que durante la noche me desperté un par de veces y le vi medio incómodo, y me contó que no había dormido nada. Él estaba nervioso, lo noté; entonces terminé de desayunar y me fui directamente al bus.

 

Creo que fui el último o uno de los últimos en entrar a la pista porque tuvimos un problema con el bus y llegamos tarde. Estaba consciente que mi calentamiento no había sido completo, y por eso salí un poco conservador.

 

Había poca gente en el estadio porque era la primera prueba del día. Los diez primeros kilómetros fueron de cálculos matemáticos, cálculos de tiempo para medir la velocidad. La segunda fase fue emocional: recuerdos y preguntas como ¿por qué estoy aquí?, ¿para qué?, ¿por qué debo hacer esto?, ¿por qué no estoy en mi casa? Son seis kilómetros existenciales.

 

En la tercera fase uno se desconecta de todo, ya no hay pensamientos en el subconsciente, ya no hay cálculos matemáticos, no hay nada.

 

Faltaban una o dos vueltas y había dos rusos adelante, uno de ellos Ilia Markov, y nosotros íbamos unos 30 metros atrás junto a Miguel Ángel Rodríguez y Bernardo Segura, los mexicanos. En un instante no controlaba mis pensamientos, no reaccionaba,

 

Días atrás le dije a Enrique Peña que si sobre el final llego al puente, les mataré a todos. Y así fue: superé al primer ruso en plena curva, y solo quedaba el otro, Ilia Markov, además de los mexicanos Miguel Ángel Rodríguez y Bernardo Segura. Salimos de la curva los tres juntos: Markov, Rodríguez y yo.

 

Cuando llegamos al puente me dije: ‘esta es mi meta, aquí les mato’. Me separé, tomé dos o tres metros de distancia y con visión periférica me di cuenta que se acercó un juez y estiró una paleta. Continúe, iba primero y empecé a dudar pues creí que me faltaba una vuelta cuando solo faltaban dos kilómetros para cruzar la meta. Vi el reloj y pensé que en realidad faltaba una vuelta, y dije, ‘creo que la fregué, estoy súper cansado, agotado’. Luego vi al juez quitar el cono para que siga recto, y entonces dije ‘esto se acabó’.

 

Cuando salí del circuito y vi la puerta del estadio me acordé de una canción que me gusta mucho, Pescador de hombres, que cantaba durante el entrenamiento y cuando estaba súper cansado. Mientras avanzaba se me cruzaba esa parte: ‘Me has mirado a los ojos y has dicho mi nombre’, y me imaginaba un ser supremo estirando las manos diciendo mi nombre y mirando mis ojos. Cuando iba a entrar al estadio fue así: la puerta se convirtió en una imagen grandísima que me decía ‘Jefferson’, y yo decía: ‘quiero llegar a ese túnel’. Cuando atravesé el túnel había 80.000 personas en el estadio, después de que yo venía de un silencio total. Y yo me decía ‘cálmate, cálmate’. No podía más. Lo único que quería era en dormir. Y por fin cuando crucé la metasentí paz, mucha paz, y dije en mi mente: ‘¡Gracias, Dios!’.

Fuente: Diario El Tiempo